jueves, 27 de octubre de 2011

Vivir con pies de plomos

Algunos de los pocos recuerdos que todavía conservo de mi salto de la infancia a la adolescencia fue el cambio a 1º de E.S.O. Estábamos todos nerviosos, teníamos dudas, sentíamos alegría por volver a ver a los antiguos compañeros, curiosidad… a pesar de ser los menores del edificio de educación secundaria nos creíamos los más mayores. Con aquella nueva etapa llegó la responsabilidad, y con ella, los deberes. Aún puedo vislumbrar en mi memoria cuando le dije a mi madre que empezaba a agobiarme con tanto estudio y tareas. Mi madre me miró con una expresión que se quedaba a medias entre la pena y la compasión, y sonriendo me respondió: “Eso no es agobio, hijo, si no me crees espera a crecer”. Ahora que he crecido debo confesar que las madres pocas veces se equivocan.

A menudo me pregunto hasta qué punto aquel agobio del que hablaba entonces era verídico, o si la mera angustia que me come ahora por dentro en tiempos de estrés no es fruto de la desorganización en el aprovechamiento del tiempo. Corremos, gritamos, saludamos fugazmente, apenas nos detenemos en más de una ocasión… y todo porque vivimos con el tiempo pegado a nuestra espalda. No somos capaces de dedicar tan solo una migaja de ese “agobio” a ordenar nuestras prioridades y calcular bien el baremo entre las obligaciones y el ocio. Preferimos acaparar todo lo posible y, como alguien dijo una vez, quien mucho abarca poco aprieta.

Los jóvenes de hoy en día hemos aprendido a vivir a esta velocidad. Estamos tan acostumbrados a los atascos, al metro, a correr, a hacer mil y una cosas y no parar quietos que todo eso se ha transformado en nuestra rutina. Incluso somos lo suficientemente capaces de sonreír y no perder el buen humor entre tal marea de nervios. Pero cuando ocurre algo que no estaba previsto que sucediera, cuando se tuerce alguno de nuestros planes, nos alteramos. Todo estalla y el agobio salta por los aires revolviendo el resto del programa. Mientras todo vaya bien somos capaces de reír y hacer llevadero el resto de lo estipulado para el día. Sin embargo, cuando nos sorprende un imprevisto que trastoca nuestros planes nos envolvemos en una capa áspera que solo transpira mal humor.


Me he fijado y no deja de llamarme la atención la manera en la que esta sociedad programa el tiempo. Tenemos perfectamente controlado minuciosamente cuánto espacio temporal nos roba recorrer el camino hasta la universidad o el trabajo. ¿Para qué? ¿Para rasparle más minutos a la televisión? ¿Para apurar hasta el último aliento antes de que el profesor dé comienzo a la clase? Nosotros mismos -y yo el primero- somos adictos al riesgo, nos gustan las experiencias fugaces y si podemos estrujamos hasta el último segundo de aquello que nos entretiene. Pero, a pesar de tanto “agobio”, parece no haber tiempo a contemplar lo desconocido, a caminar reflexionando sobre la importancia del tiempo o aprovechar cada momento como si fuera el último. A todos lados vamos con el tiempo pegado a nuestros pies, sin pararnos a pensar la velocidad a la que corre la vida y lamentar cuánto tiempo hemos perdido ya de ella.

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